7.17.2008


Hace poco me comentaron que no tenemos memoria del dolor ni del sufrimiento físico. Que somos capaces de rabiar de dolor durante días y semanas después no recordar la sensación, solo recordar el mal trago como un acontecimiento desgraciado; pero no la sensación. Somos capaces de recordar un olor, un sabor y la sesanción del tacto sobre la yema de nuestros dedos pero no somos capaces de recordar como y de que forma nos dolía lo que fuera que nos doliese. Nuestro cerebro nos protege de eso, como forma de supervivencia; supongo. Pero sí somos capaces de recordar el dolor psicológico, porque se marca a fuego en algún lugar de nuestra cabeza. Un grito, un llanto, una decepción, un desamor. Todo eso puede pasar desapercibido o puede clavarse como un trauma en lo más profundo de nuestra psique, como un clavo ensartado en el alma.

Es curioso, puedo recordar con precisión el dolor que sentí al perder a mi primer amor y no soy capaz de recordar la migraña más fuerte que he tenido. Sé que ocurrió, sé que sentí pero no sé como fue. No puedo replicarlo, no me deja.




7.15.2008


Casi honesto, solo casi.

Siempre repito la misma secuencia, y ese es el problema. El miedo a no ser realmente normal y el asco a la normalidad. La sociedad no te educa para que dejes de ser como ella considera que debes de ser y, si finalmente lo eres, solo te dejará que te des de bruces con la realidad. Así funciona esto y la charla gratuita sobre anarquismo y anti-liberalismo es siempre la misma.
Nadie gana, todos pierden.
La música es, en ocasiones, un catalizador de aquello que sientes y que necesitas expresar, la música es el medio de expresión y las palabras y las notas solo son cómplices de una sensación que se expande por ellas. Como si la marea se las tragara y al mismo tiempo las usara para inundar la playa. Pero sin borrar las huellas de la arena.

Herido

7.14.2008



Siguió durante un segundo una estimulante estela de humo dentro del garito, sus pasos golpeaban el suelo con una violencia que hacía que se convirtiesen en golpes secos expandidos por el suelo de madera. Las caras de los clientes jugueteaban entre las sombras con gracia y el desespero de la llamada de la selva parecía quedarse quieto durante un instante en el interior de sus enrojecidos ojos. Llevaba la bandeja debajo del brazo, y cruzaba miradas consigo misma en los espejos de detrás de la barra. Sus odios se llenaban de música distorsionadas, de conversaciones y de un murmullo mortecino que parecía desvanecerse y resucitar a cada instante. Todo esto la embravecía, satisfacía y colmaba pero no hacía que se olvidarse de quien era; pues ella era la reina del desierto y todos esos perdedores debían tenerlo muy claro.